Tengo unos zapatos que me hacen daño. Y cuando digo daño, es daño de verdad. Me oprimen los dedos para encajar en su forma redondeada, son rígidos, como si metiera el pie en unos zuecos de hierro. Y sin embargo, no los tiro. ¿La razón? Son bonitos, están nuevos… claro, están nuevos porque nunca me los pongo: me hacen daño.
Hoy, por despiste, he tenido que usarlos en el trabajo. Venía con mis zapatillas de deporte de colores y no tenía otra opción. Uf, qué dolor. Caminaba hasta cojeando. Hasta ahí todo normal.
Lo curioso fue que, pasadas unas horas, cuando ya no había clientes, me fui a la calle con ellos, al súper, y de repente dejé de notar el dolor. Iba caminando y con el repiqueteo de mis pasos me di cuenta: ¡había dejado de sentirlo! Pero en el momento en que fui consciente… mis pies volvieron a quejarse.
Y ahí entendí algo importante.
Nos acostumbramos a vivir con dolor. Nos habituamos a la incomodidad, hasta el punto de olvidarnos de que nos duele. Como decía Viktor Frankl, no importa lo que duela, terminamos adaptándonos.
Sucede en las relaciones, en el trabajo, en hábitos que ya no nos nutren. Al inicio siempre hay señales, esas pequeñas alarmas que nos avisan: “esto no encaja contigo”. Pero preferimos mirar hacia otro lado, convencernos de que pasará, normalizarlo. Y al final, elegimos sufrir.
Por eso es necesario parar. Detener la inercia del mundo que gira en automático. Preguntarnos: ¿qué parte de mi cuerpo, de mi vida, de mis relaciones, me está doliendo? Y cuando la identifiquemos, no esconderla en un cajón.
Hay que regalar los zapatos. Hay que dejar ir personas, trabajos, situaciones. Porque siempre habrá un lugar donde encajen, aunque no sea con nosotros. Y nosotros merecemos caminar libres, ligeros, en nuestra propia horma.
Ese es el trabajo profundo que hago en las sesiones de Pili con Alas: acompañarte a identificar esos “zapatos” que te aprietan, que ya no te dejan avanzar, y ayudarte a liberarte de ellos para caminar hacia una vida más coherente, más tuya, más en paz.
Porque no hemos venido a acostumbrarnos al dolor, sino a vivir con plenitud.